La tormenta, a quilómetros de distancia, está lejos de suponer una amenaza para cualquier tipo de vida marina. Los delfines, gritándose a pleno pulmón, se salpican unos a otros mientras juegan a ver quién corre más. Algunas gaviotas, demasiado lejos de la costa, aprovechan los cambios de presión para intentar proveerse de una copiosa merienda. No lo consiguen.
A quilómetros de distancia, ahora ya menos, el rey de los océanos se pasea orgulloso. El gran tiburón blanco presume de su condición de predador marino y concede su perdón a algunos pececillos que, entretenidos con otros asuntos, no lo han visto llegar. El gran tiburón blanco es listo, esbelto, imponente. Sus aletas, apéndices de un organismo creado para dominar, le indican el camino a seguir. La cola, su timón particular, hace las veces de piloto de un navío impresionante, submarino, grandioso. Sus mandíbulas, orgullosas, esperan con anhelo el almuerzo diario. El gran tiburón blanco está hambriento.
Ahora ya menos, pero el esbelto animal sigue siendo el rey de los mares. En su juventud, en su etapa de aprendizaje, no había presa que, en cuestión de segundos, no acabara siendo devorada por el joven escualo. Era rápido, potente, de mirada aguda y ágiles movimientos. Podría decirse que el respeto que ahora le tienen los demás animales no es infundado. Se había hecho un nombre en el océano. Sin embargo, el hambre no entiende de edad, y el gran tiburón blanco todavía no ha llegado a su decadencia. La tensión, submarina, se podía palpar.
El esbelto animal sigue siendo el rey de los mares, pero no está solo. A su lado, nadando cerca de su aleta derecha, y dirigiéndole cuando su cansada vista no da para más, se encuentra el pez piloto. El tiburón es más veloz, por lo que su inseparable compañero aprovecha las corrientes que éste genera para trasladarse junto a él. Juntos, tiburón y piloto, ofrecen una imagen terrible a los demás animales oceánicos. Como hermanos, como Quijote y Sancho, como el Hambre y la Muerte, el rey de los océanos y su inseparable lacayo atraviesan las aguas con un objetivo claro. El hambre, acuciante por las horas que llevan sin probar bocado, agudiza los sentidos del tiburón. El pez piloto, en tensión, intenta dirigir a su rey hacia la presa anhelada. Algunos pececillos, tímidos y desorientados, no entienden que sus últimas horas de vida están escapándoseles por entre las branquias. El gran tiburón blanco, el rey, se impacienta.
Pero no está solo, el pez piloto ha encontrado lo que buscaba. A decenas de metros de distancia, un bello ejemplar de pez tropical juega con otros de su especie. Dorado o azul, según le golpeen los reflejos de la luz que todavía se filtran entre las aguas que lo separan de la superficie, el ingenuo animal, no ve llegar su destino, sigiloso. El pez piloto hace una seña a su rey, le muestra el camino a seguir y lo lanza hacia su almuerzo. El gran tiburón blanco, demasiado hambriento para pensar en contradecir a su guía, galopa sin dudar hacia los pececillos, que ahora, demasiado tarde, observan al escualo correr hacia ellos.
El pez piloto ha encontrado lo que buscaba, y nada con fuerza. Los dos, piloto y tiburón, llegan a la altura de los peces tropicales sin darles tiempo a intentar la huida. El rey del océano cierra sus mandíbulas con fuerza y atrapa a varios de ellos. Algunos consiguen escapar. El tiburón, insaciable, continúa cerrando sus fauces aquí y allá, en pocos mordiscos la mayoría de los peces son destrozados y engullidos. El rey tiene, por fin, su almuerzo. El festín es intenso pero dura poco. El hambre ha sido saciada y el gran tiburón blanco empieza su paseo vespertino.
Nada con fuerza, pero tranquilo. A su lado, el pez piloto, orgulloso por haber cumplido su misión, se cuela por entre las mandíbulas de su compañero, inofensivas ahora, y consigue atrapar los restos de aquel primer individuo de pez tropical que viera al principio. Ingenuo, destrozado por los colmillos del gran rey, su cadáver marino pasa ahora a manos del pez piloto. Éste, todavía hambriento, roe con mimo las carnes del pececillo. Ahora doradas y ahora azules, le saben a gloria. Su rey ha comido y ahora él prueba un bocado exquisito mientras ambos, bajo la luz de la tarde que empieza a menguar y se cuela por entre las aguas, siguen su camino a través del océano. Camino largo, pausado, eterno...
...Pero tranquilo.
Ahora ya menos, pero el esbelto animal sigue siendo el rey de los mares. En su juventud, en su etapa de aprendizaje, no había presa que, en cuestión de segundos, no acabara siendo devorada por el joven escualo. Era rápido, potente, de mirada aguda y ágiles movimientos. Podría decirse que el respeto que ahora le tienen los demás animales no es infundado. Se había hecho un nombre en el océano. Sin embargo, el hambre no entiende de edad, y el gran tiburón blanco todavía no ha llegado a su decadencia. La tensión, submarina, se podía palpar.
El esbelto animal sigue siendo el rey de los mares, pero no está solo. A su lado, nadando cerca de su aleta derecha, y dirigiéndole cuando su cansada vista no da para más, se encuentra el pez piloto. El tiburón es más veloz, por lo que su inseparable compañero aprovecha las corrientes que éste genera para trasladarse junto a él. Juntos, tiburón y piloto, ofrecen una imagen terrible a los demás animales oceánicos. Como hermanos, como Quijote y Sancho, como el Hambre y la Muerte, el rey de los océanos y su inseparable lacayo atraviesan las aguas con un objetivo claro. El hambre, acuciante por las horas que llevan sin probar bocado, agudiza los sentidos del tiburón. El pez piloto, en tensión, intenta dirigir a su rey hacia la presa anhelada. Algunos pececillos, tímidos y desorientados, no entienden que sus últimas horas de vida están escapándoseles por entre las branquias. El gran tiburón blanco, el rey, se impacienta.
Pero no está solo, el pez piloto ha encontrado lo que buscaba. A decenas de metros de distancia, un bello ejemplar de pez tropical juega con otros de su especie. Dorado o azul, según le golpeen los reflejos de la luz que todavía se filtran entre las aguas que lo separan de la superficie, el ingenuo animal, no ve llegar su destino, sigiloso. El pez piloto hace una seña a su rey, le muestra el camino a seguir y lo lanza hacia su almuerzo. El gran tiburón blanco, demasiado hambriento para pensar en contradecir a su guía, galopa sin dudar hacia los pececillos, que ahora, demasiado tarde, observan al escualo correr hacia ellos.
El pez piloto ha encontrado lo que buscaba, y nada con fuerza. Los dos, piloto y tiburón, llegan a la altura de los peces tropicales sin darles tiempo a intentar la huida. El rey del océano cierra sus mandíbulas con fuerza y atrapa a varios de ellos. Algunos consiguen escapar. El tiburón, insaciable, continúa cerrando sus fauces aquí y allá, en pocos mordiscos la mayoría de los peces son destrozados y engullidos. El rey tiene, por fin, su almuerzo. El festín es intenso pero dura poco. El hambre ha sido saciada y el gran tiburón blanco empieza su paseo vespertino.
Nada con fuerza, pero tranquilo. A su lado, el pez piloto, orgulloso por haber cumplido su misión, se cuela por entre las mandíbulas de su compañero, inofensivas ahora, y consigue atrapar los restos de aquel primer individuo de pez tropical que viera al principio. Ingenuo, destrozado por los colmillos del gran rey, su cadáver marino pasa ahora a manos del pez piloto. Éste, todavía hambriento, roe con mimo las carnes del pececillo. Ahora doradas y ahora azules, le saben a gloria. Su rey ha comido y ahora él prueba un bocado exquisito mientras ambos, bajo la luz de la tarde que empieza a menguar y se cuela por entre las aguas, siguen su camino a través del océano. Camino largo, pausado, eterno...
...Pero tranquilo.
2 comentaris:
en el mar como en la discoteca!
Ja ja ja!
Espero que puguis explicar el contingut d'aquest post als teus lectors...estaran força desorientats.
En fi, salutacions des de l'equador, buitre leonado!
tavi.
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