Me voy a
suicidar esta tarde.
- ¿Hmm?
Se percató de repente de lo
incómodo que resultaba expresar en voz alta un pensamiento como ése en un lugar
público. Se excusó como pudo y abandonó la taberna.
…
El camino a casa se hizo difícil.
Los recuerdos le obligaban a girar la cabeza a cada paso. En aquella calle,
ahora asfaltada, dio sus primeros pasos, agarrado de la mano de su madre. Tras
la esquina de más allá solía ver aparecer a su padre en aquellas largas tardes
de verano con, de vez en cuando, alguna que otra sorpresa para él, al volver
del trabajo. Las paredes de un edificio medio en ruinas fueron otrora una
portería de fútbol, un castillo encantado o cualquier otro escenario que a unos
niños de pocos años de edad se les pudiera imaginar. Allí, en un parque ahora
convertido en solar, había conocido a su primer gran amor. Cómo olvidar el
primer beso, los primeros cosquilleos en el estómago. Cómo olvidar aquella dura
despedida.
Podríamos decir que el barrio era
su vida. Había viajado poco; lo suficiente, sin embargo, para darse cuenta de
que él pertenecía a allí. Cada piedra de cada muro le contaba una historia en
la que él había sido protagonista. Cada persona que había venido y se había
marchado había dejado algo bueno en él, una lección de vida. Él era el barrio. Por
eso no se explicaba por qué precisamente ahora tenía esa sensación. Los
recuerdos, mezclados con la idea de una angustia infinita, luchaban por salir
de su cabeza. Sabía que no le quedaba ninguna otra solución. Debía hacerlo ya.
Esa misma tarde.
…
La batalla entre el miedo y la
desesperación amenazaba con destruirlo todo aunque, en realidad, lo único que le
preocupaba era el dolor que dejaría su ausencia. El llanto de su familia. El
pesar de sus amigos. Pero ni eso podía detenerle: había llegado el momento. Tras
pensar durante unos minutos cuál sería la mejor opción, decidió apostar por un
método clásico. Una altura de un sexto piso debería bastar, pensó. Él había visto
asfaltar esa calle que ahora engulliría sus recuerdos para siempre.
El ruidoso tic-tac que sonaba
cada vez más fuerte en su cabeza dejó de golpearle por unos segundos. Se vio a
sí mismo, feliz, en un futuro inexistente, sin penas ni amarguras. Estaba
viendo, por primera vez en su vida, un mundo sin dolor, sin dificultades. Un
mundo en el que todo baila al son que uno le marca. Pero todas esas imágenes se
resquebrajaron de repente. El tic-tac ululó con más fuerza; más deprisa. Sus
piernas, como por un acto reflejo, le acercaron con decisión al balcón. No
había vuelta atrás. El dolor debía acabar.
Se asomó. El cielo estaba
despejado. El sol no quería perderse el espectáculo y parecía ralentizar su
marcha hacia el oeste. La temperatura era agradable. Tomó airé. Lo expulsó poco
a poco, de forma entrecortada. Volvió a tomar aire. Ahora sí, decidió. Volvió a
soltarlo lentamente. El pulso se le aceleró. Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.
Ahora. Tomó algo de impulso, dio
un pequeño salto y se lanzó al vacío. Pero algo le atenazó las piernas. Las
extremidades se le petrificaron. Su cuerpo ya no respondía a su firme voluntad; su cuerpo no quería saltar. A decir verdad, no podía. Fue entonces cuando sus
ojos vislumbraron a lo lejos una comitiva. No había mucha gente, pero los
conocía a todos. Su familia estaba allí. También todas sus amistades. Había
lágrimas, sollozos, gritos desgarrados.
Y había un féretro.
…
Se le heló el alma.