No sé por qué dejé
de escribir. Miento: sí lo sé. Hay momentos en la vida en los que uno se limita
a ser un observador paciente, pretendidamente neutral. Uno deja de tener cosas
que decir y, en consecuencia, las cosas se limitan a pasar.
¿Pero es así como
queremos vivir? ¿Queremos simplemente dejar que las cosas sucedan? ¿Realmente no tenemos nada
que decir? ¿Es posible que la vida de alguien pueda llegar a ser así de triste?
¡No! ¡Imposible! Tanto tiempo en silencio ha provocado en mí la incómoda
sensación de tener más cosas que decir que palabras tiene el lenguaje.
Hay momentos en la
vida en los que uno ya no se limita a ser un observador paciente y pierde la
pretendida neutralidad. Uno se convierte en actor, toma las riendas de su
propio destino y aprende del pasado para construir su propio futuro. Durante
estos últimos años he aprendido que siempre estamos en continua evolución, que
nunca somos la misma persona que ayer. Siempre somos una persona mejor. También he aprendido que en esta
vida lo más importante no es tener la razón y que cualquier persona siempre
puede tener algo que enseñarte.
Pero, ¡ah!, esas
cosas no son fáciles de asimilar, no es una lección que se aprenda de hoy para
mañana. Llega un momento en el que esa
persona o aquella situación te hacen
aprender a marchas forzadas. De repente, no sabes dónde estás, no entiendes en
qué instante dejaste de tener la razón. Y sólo entonces es posible ver con
claridad que no podemos mantenernos en una posición estática en nuestra
atalaya. La situación nos demanda que hagamos
algo diferente, que abandonemos nuestra supuesta objetividad para entender al otro. ¿Será que por fin estoy entendiendo
a Lévinas? ¡Quién lo diría!
Por qué dejé de
escribir…
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