dijous, 15 de setembre del 2016

De la felicidad


Hace poco más de 13 años tomé una de las mejores decisiones de mi vida.

Pasé un verano entero leyendo filosofía, en concreto una colección del Círculo de Lectores sobre la "felicidad". De los estoicos a Nietzsche, de Epicuro a Russell, cada uno a su manera me fueron convenciendo de algo que para mí es ahora absolutamente evidente: el único objetivo del ser humano es ser feliz.

¿Y entonces? ¿Cómo se hace eso de "ser feliz"? ¡Bien fácil! Tomad asiento, os lo explicaré.

Posiblemente creáis/creamos que la felicidad consiste en una suerte de totum revolutum en el que la fortuna, las condiciones materiales y los agentes externos desempeñan algún tipo de rol. Cuántas veces hemos tenido que cambiar el rumbo de nuestras vidas por un golpe de (buena/mala) suerte; cuánto nos ha afectado lo que opinen los demás, la viabilidad de ciertos proyectos o las circunstancias que no dependían de nosotros. Pues bien, hace poco más de 13 años aprendí que nada de eso importa. La lectura de autores como Séneca, Marco Aurelio o Cicerón colocó delante de mis ojos algo que muy poca gente estaría hoy en día dispuesta a aceptar: la felicidad depende única y exclusivamente de uno mismo.

Por eso me apena y me abruma la cantidad de gente hastiada por la situación política o económica, trabajadores estresados por las condiciones laborales a las que se ven sometidos o desempleados agobiados por no encontrar trabajo. Personas que lo dan todo por la ecología, el feminismo, la libertad de expresión, el laicismo o la diversidad cultural. Individuos que hipotecan su felicidad por un proyecto de futuro, si no utópico, sí absurdamente improbable. Haceos la pregunta, amigos: ¿sois felices? ¡Pues no lo aparentáis!

Todos esos proyectos espléndidos no son sino consecuencia de un grave error en la concepción de nuestra sociedad. La idea de que tenemos la capacidad de cambiar aquellas cosas que no dependen de nosotros mismos provoca aquí y allá frustración y derrotismo, nos hace desgraciados y genera rebaños de pesimistas empedernidos.

Amigo lector. No encontrarás la felicidad en aquellos proyectos que crees que son dignos de tu dedicación compulsiva y que piensas que pueden cambiar el mundo. Dejar un mundo mejor a tus hijos y nietos no será, para ti, una fuente de gozo y satisfacción, pues es algo que por entero depende de circunstancias que van más allá de tu persona. Acabar con la corrupción política no es una empresa que te vaya a reportar grandes alegrías y buenos sentimientos, antes al contrario, pues la acción política individual no es más que un nefasto y desgastado oxímoron.

La felicidad está en compartir un ágape con los amigos y recordar viejas historias que nunca mueren. Está en compartir la risa y el llanto. Está en todos aquellos pequeños proyectos que no tienen grandes pretensiones: releer aquel libro que te emocionó de pequeño; escribir para ti mismo aquellos pensamientos que hace semanas que te rondan la cabeza. Confesarte con esos buenos (y por ende, pocos) amigos que siempre saben escucharte. Estar al lado de tu familia cercana, en lo bueno y en lo malo. Hacer reír a esa persona de la que te enamoraste o de la que (seguro) te enamorarás. Disfrutar del silencio, solo, o en compañía de quien sabe disfrutarlo igual que tú. Reconocer y aceptar tus virtudes y defectos. Reconocer y aceptar tu finitud. La felicidad es un abrazo. Es la palabra adecuada en el momento adecuado. La felicidad es la vocecita de tu sobrina de 17 meses llamándote "tío" mientras te sonríe y camina hacia ti con esa ilusión que los humanos perdemos cuando nos volvemos adultos.

¡Aprendedlo de una vez!

dimecres, 22 de juliol del 2015

De caminos y senderos


Siempre tuve el convencimiento de que las decisiones que determinan la historia de cada persona se toman o no se toman; pero uno nunca debe arrepentirse de haber hecho una cosa o la otra. Oigo a menudo los "qué pasaría si hubiese hecho aquello", los "dónde estaría si no hubiese apostado por aquello otro" y me llena de honda satisfacción pensar que de contrafácticos no se vive, ¡como si tuviésemos poco con vivir una única vida! Nunca sabremos qué habría sucedido si aquel día hubiésemos llegado a coger el teléfono, si no hubiésemos perdido aquel vagón de tren por escasos segundos, si aquel nefasto día no nos hubiésemos torcido el tobillo jugando a fútbol. Imaginamos historias que nunca han ocurrido, caminos que nunca nos atrevimos a recorrer, senderos que nunca existieron; construimos mundos enteros en los que vivimos todo aquello que sabemos que nunca viviremos. Así nos va...

Pero en ocasiones el destino se planta ante nosotros, nos abre de par en par una puerta y nos invita a entrar, educadamente, sin aspavientos. Absortos, escudriñamos aquella piedra de allí, este bache de acá, intentamos divisar un horizonte quizá demasiado borroso y nos preguntamos si de verdad es esto un camino transitable. Levantamos la vista, tomamos aire, soltamos aquella mochila llena de piedras que con tanto esmero cargamos a nuestras espaldas tiempo atrás. Lo nuevo, ese camino rocoso y bacheado, no admite viajeros que estén continuamente mirando atrás, como si todos los kilométros recorridos fuesen a desaparecer si no volviésemos a contar una y otra vez todos aquellos pasos, firmes, que dimos en su día. A derecha y a izquierda el paisaje se torna cada vez más hermoso; agreste, desconocido, pero extremadamente cautivador al mismo tiempo. Resolutos, decidimos caminar hacia delante con la plena seguridad de que mil senderos imaginados no podrían igualar el atractivo de ese camino tan real que a cada paso que damos somos menos capaces de distinguir qué forma parte del camino y qué forma parte de nosotros mismos. 'Érase una vez...', empiezan muchos cuentos inventados, fábulas imaginadas que pretenden contar una historia que no ocurrió ni aquí ni ahora; en realidad, pretenden contar una historia que ni siquiera ocurrió... 'Sea', digo yo, aquí y ahora; recorramos ese camino, vaciemos nuestras mochilas y dejemos que las cosas ocurran, que ocurran de verdad.

Venimos a este mundo desprovistos de un mapa y una brújula que nos guíen en un territorio hostil. Esperamos que alguien nos enseñe el camino, nos ofrezca su brújula y nos marque una trayectoria definida en un mapa con el que arroparnos para sentirnos seguros. Sentimos esa necesidad, humana, inevitable. Incluso en los momentos de mayor determinación estamos tentados a consultar una y otra vez todas las posibles vías que parten de ese mismo punto en el que nos encontramos; pero creo que esa no es la manera correcta de enfrentarse a las cosas. ¡Vivamos, escojamos un camino y recorrámoslo! ¡Adelante, siempre adelante! Las decisiones que no tomamos dejan de pertenecernos, se esfuman y desaparecen. Otras decisiones vendrán, que nos mantendrán en vilo, nos obligarán a recorrer un camino, ese camino que nos lleva a nuestro propio futuro, ese futuro que será el único que nosotros viviremos, y que será el futuro que nosotros mismos habremos elegido vivir.



dissabte, 27 de juny del 2015

Aventuras y desventuras de un tobillo


Hace apenas un mes me torcí un tobillo jugando al fútbol. Un golpe fortuito, un mal gesto y catacrack: visita a urgencias, horas de espera, radiografías, férula posterior y a casa a mantener el pie en alto.

La primera dificultad fue llegar a casa. La ida, hacia el hospital, fue muy poco problemática. Viaje en metro, algo de dolor al apoyar y poco más. La vuelta, con el pie escayolado, se antojaba una tarea un poco más compleja. Sin acompañante, sin muletas, sin móvil con quien llamar a nadie. Finalmente, un caritativo taxista hizo las veces de ángel salvador y, previo pago de la cantidad estipulada, me dejó en el portal de mi casa sano y salvo (sic).

Subir escaleras a la pata coja no es una actividad especialmente placentera. Bajarlas, tampoco. En realidad, cualquier actividad cotidiana que se os ocurra se convierte en un reto mayúsculo para una persona acostumbrada a usar sus cuatro extremidades, cuando le inmovilizan una de ellas. Pero eso no te lo cuentan hasta que te encuentras en situación. El asunto de vivir solo tampoco ayuda en momentos así.

En este último mes he vivido sensaciones agridulces. He descubierto rutas secretas en las instalaciones del metro de Valencia; ascensores con la calefacción a tope en pleno verano, escalones sin ninguna función específica más que seleccionar a aquellos pasajeros que pueden caminar sin ninguna ayuda. He comprendido que el tiempo que se tarda en recorrer una distancia fija puede llegar a multiplicarse por cuatro, por mucho que camines con tres apoyos en lugar de dos.

Pero también ha habido momentos realmente reconfortantes. En uno de mis interminables viajes en metro, con la pierna todavía bien escayolada, me dirigía resoluto a la puerta del ascensor que me debía llevar al piso de arriba. Los viajeros, centenares de ellos, me adelantaban por izquierda y derecha sin manifestar ningún tipo de compasión por un inválido como yo. En ese momento, un chico, bajito, con gafas, se ofreció a pulsar el botón del ascensor, que yo todavía no había logrado alcanzar. Educadamente le di las gracias, todavía sorprendido por su amabilidad. Justo cuando retomó su camino en dirección a las escaleras mecánicas fui consciente de que el chico tenía síndrome de Down. Lección de vida.

Con el paso de las semanas he ido atravesando todas las etapas que la recuperación de un esguince de tobillo de grado II requiere: férula, inmovilización; vendaje funcional, primeros apoyos; rehabilitación sin carga, con carga, sesiones de fisioterapia. Podemos decir que poco a poco voy recuperando todas las sensaciones perdidas hace treinta días.

Esta semana, de hecho, me envalentoné y fui a dar un paseo por la ciudad. Concretamente, el martes. Todavía ando con una muleta. De hecho, cuando te acostumbras a usar dos apoyos extra, pasar a utilizar sólo uno de ellos requiere técnica y concentración. Pero todo eso pasó a un segundo plano pronto. En ese primer paseo después de tantos días pude respirar aire puro, escapar de un fugaz chaparrón refugiándome bajo un improvisado toldo. Sentarme un rato, levantar la cabeza y observar fijamente un paisaje precioso, nunca antes visto, siquiera imaginado. Dejar pasar las horas, intentando saborear cada ápice de belleza de esa confortable sensación de estar descubriendo algo nuevo; justo lo que nunca supiste que estabas buscando. Sólo entonces empiezas a recuperar el ánimo. Quizás hace falta un buen esguince de tobillo para apreciar de nuevo todos esos detalles que se mantienen ocultos durante la mayor parte del tiempo.

Pues bien, ese paseo fue una auténtica experiencia de realización personal. Una transformación del manido quiero-y-no-puedo en un novedoso por-supuesto-que-voy-a-poder. Llegué a casa cansado, todavía apoyado en una muleta. Cerré la puerta, me senté en el sofá. La muleta me miró, confusa. Quizás se estaba dando cuenta, al mismo tiempo que yo, de que ya no iba a necesitarla más. La recuperación va viento en popa, mi tobillo está cada día más fuerte. Y no os extrañe si próximamente me veis por ahí dando saltos. Serán de alegría, por supuesto.




divendres, 5 de juny del 2015

Extracto


Todo empezó. Fin.

dilluns, 25 de maig del 2015

El final de la historia más bonita.

Para los menos avezados: sí, esto va de una ruptura.

Hay momentos en la vida en los que te sientes afortunado. En tu paraíso imaginario eres el rey, deambulas a tus anchas, haces y deshaces a tu antojo. Mandas, ordenas. Tus súbditos te obedecen. ¡Eres el rey, demonios!

Pero las fábulas siempre se resquebrajan.

Hay otros momentos en la vida en los que te sientes el más ignorante de todos los seres humanos. Dejas de saber todo lo que habías aprendido, pierdes la fe en la realidad. Y entonces, ante ti, el abismo, la sima insondable.

Lo peor de todo no es cometer errores. Lo peor es no saber por qué los cometes, ni cómo. Empiezas a pensar, a reconocer, que el gran error eres tú. No has hecho nada mal: eres la maldad personificada. Haces daño cuando quieres hacer el bien. Rompes todo lo que se acerca a ti. Empiezas a confundir los significados de las palabras "amor" y "dolor".

¡Qué gran especie ésta, el ser humano! ¡Cómo nos envidian los animalitos y las plantas! Cómo añoramos a veces no habernos quedado más atrás en el árbol de la evolución...

Es difícil aprender a resignarse, aceptar todo aquello de ti que perjudica a los que te rodean. Pero, quiero creerlo así, en eso consiste vivir. ¿O no? Del paraíso en el que viviste los momentos más felices de tu vida sólo quedan jirones. Tus súbditos se han ido para siempre, cansados de tu despotismo. Quizás ha llegado el momento de deponer la corona y humillarse, de rodillas, ante el mundo espurio que creaste para tu vanagloria. Tú mismo te has derrotado.

La historia más bonita tenía el final más triste posible. ¿Lo tuvo desde el principio? Llega un punto en el que te sientes huérfano, no sólo de respuestas, sino también de preguntas. Los porqués se transforman en cómos, los cómos en qués, y todos ellos acaban convirtiéndose al final en un gran quién... ¿Por qué hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Qué hacer? ¿Quién soy...?

Ya todo da igual. Todos los cuentos tienen un principio y un final. Arranqué muchas de las páginas, quizás las más hermosas, por querer saber pronto si el príncipe se quedaría con la princesa. Sin esa premura, acaso habría sido capaz de distinguir al lobo con piel de príncipe... Ya todo da igual...

Es cierto lo que dicen. Escribir alivia, atenúa el sentimiento de culpa.

Quizás algún día la escriba entera, la historia más bonita.

Pero ya os avanzo que el final no lo escribiré.

Hay palabras demasiado tristes como para ser escritas.

Fin.

diumenge, 15 de febrer del 2015

¡Viva la democracia!



Ya va siendo hora de hablar un poco de política.

Quiero centrarme hoy en uno de los argumentos más manidos por parte de los representantes de aquellos partidos que quieren cambiar el panorama político en el conjunto de España. Sí, en efecto. Hablo de Podemos, Ciudadanos, plataformas tipo Ganemos, etc. Me refiero a la defensa de todos estos proyectos como candidaturas democráticas. “Queremos una regeneración democrática”; “los partidos viejos no son democráticos”; “me gusta la democracia, dame más democracia”.

Y yo me pregunto, sentado en mi sofá, tomando un refrigerio. ¿Lo que espero de mis gobernantes es que sean democráticos? ¿El objetivo de un buen político es, fundamentalmente, en todas y cada una de sus acciones, representar adecuadamente la voluntad del pueblo que lo elige? Rotunda y categóricamente NO. La democracia no es el fin sino el medio. ¡Acabáramos! ¿Os imagináis un programa político cuyo contenido fuese “haremos lo que diga el pueblo”? ¿Es posible ser más cínico? No quiero meter a Gödel en esto, pero no me seducen los programas autorreferenciales. Un programa, un partido político, debe defender ideas, propuestas y planes de acción, en los que la opinión del pueblo no debe contar en absoluto. Por eso luego hay votaciones, para que el pueblo decida si esos contenidos programáticos le parecen bien o mal. Yo, como ciudadano, no quiero tener que pensar, debatir y configurar una serie de propuestas de gobierno. Quiero que los partidos políticos lo hagan por mí; yo ya elegiré la alternativa que más me guste. ¿¡Qué demonios es eso de que todos debemos participar en política!? ¿¡Hemos retrocedido dos milenios y medio de repente!?

La democracia es el menos malo de los sistemas de gobierno que hoy en día se pueden permitir las sociedades más avanzadas. Pero es un mal sistema de gobierno, se mire por donde se mire. ¿Cuando entramos en un quirófano preferimos que todo el mundo decida acerca del uso del bisturí o es más conveniente que sólo el cirujano tenga voz y voto? ¿En un avión deben controlar los mandos todos y cada uno de los pasajeros o nos parece más acertado que sólo el piloto los maneje? No nos parece mal que los mejores profesionales (y sólo ellos) sean los encargados de ocupar ciertos puestos en la sociedad. En política es imposible llevar eso a la práctica porque, en cualquier caso, las tiranías y las dictaduras coartan uno de los derechos humanos fundamentales, la libertad. Por eso, a pesar de lo inoperante de la democracia como sistema de gobierno, no nos queda más remedio que recurrir a ella porque el resto de sistemas son peores. De ahí a ensalzarla como un objetivo en sí mismo media un abismo. 

Por favor. Si eres político y me estás leyendo. NO quiero que luches por la democracia. No quiero que la regeneres ni que la defiendas a capa y espada. No quiero que aparezcas en los medios para repetir una y otra vez que la democracia está secuestrada o que lo que necesita este país es más democracia. No quiero que digas que la primera medida que tomarás cuando llegues al gobierno es sentarte a hablar con el pueblo, para saber qué es lo que el pueblo quiere. ¡Demonios! ¡Eso hazlo antes! Quiero que plantees propuestas. Quiero que gobiernes según tu propia opinión (que con anterioridad habrás plasmado en tu programa político). Quiero que hagas de ésta una sociedad mejor. ¡Pero no me preguntes a mí cómo hacerlo! ¡¡El político eres tú, por el amor de Dios!! A mí, por favor, déjame vivir feliz y en paz. ¡Viva la democracia! (sic)


dimarts, 27 de gener del 2015

Me voy a suicidar esta tarde



Me voy a suicidar esta tarde.

- ¿Hmm?

Se percató de repente de lo incómodo que resultaba expresar en voz alta un pensamiento como ése en un lugar público. Se excusó como pudo y abandonó la taberna.


El camino a casa se hizo difícil. Los recuerdos le obligaban a girar la cabeza a cada paso. En aquella calle, ahora asfaltada, dio sus primeros pasos, agarrado de la mano de su madre. Tras la esquina de más allá solía ver aparecer a su padre en aquellas largas tardes de verano con, de vez en cuando, alguna que otra sorpresa para él, al volver del trabajo. Las paredes de un edificio medio en ruinas fueron otrora una portería de fútbol, un castillo encantado o cualquier otro escenario que a unos niños de pocos años de edad se les pudiera imaginar. Allí, en un parque ahora convertido en solar, había conocido a su primer gran amor. Cómo olvidar el primer beso, los primeros cosquilleos en el estómago. Cómo olvidar aquella dura despedida.

Podríamos decir que el barrio era su vida. Había viajado poco; lo suficiente, sin embargo, para darse cuenta de que él pertenecía a allí. Cada piedra de cada muro le contaba una historia en la que él había sido protagonista. Cada persona que había venido y se había marchado había dejado algo bueno en él, una lección de vida. Él era el barrio. Por eso no se explicaba por qué precisamente ahora tenía esa sensación. Los recuerdos, mezclados con la idea de una angustia infinita, luchaban por salir de su cabeza. Sabía que no le quedaba ninguna otra solución. Debía hacerlo ya. Esa misma tarde.


La batalla entre el miedo y la desesperación amenazaba con destruirlo todo aunque, en realidad, lo único que le preocupaba era el dolor que dejaría su ausencia. El llanto de su familia. El pesar de sus amigos. Pero ni eso podía detenerle: había llegado el momento. Tras pensar durante unos minutos cuál sería la mejor opción, decidió apostar por un método clásico. Una altura de un sexto piso debería bastar, pensó. Él había visto asfaltar esa calle que ahora engulliría sus recuerdos para siempre.

El ruidoso tic-tac que sonaba cada vez más fuerte en su cabeza dejó de golpearle por unos segundos. Se vio a sí mismo, feliz, en un futuro inexistente, sin penas ni amarguras. Estaba viendo, por primera vez en su vida, un mundo sin dolor, sin dificultades. Un mundo en el que todo baila al son que uno le marca. Pero todas esas imágenes se resquebrajaron de repente. El tic-tac ululó con más fuerza; más deprisa. Sus piernas, como por un acto reflejo, le acercaron con decisión al balcón. No había vuelta atrás. El dolor debía acabar.

Se asomó. El cielo estaba despejado. El sol no quería perderse el espectáculo y parecía ralentizar su marcha hacia el oeste. La temperatura era agradable. Tomó airé. Lo expulsó poco a poco, de forma entrecortada. Volvió a tomar aire. Ahora sí, decidió. Volvió a soltarlo lentamente. El pulso se le aceleró. Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.

Ahora. Tomó algo de impulso, dio un pequeño salto y se lanzó al vacío. Pero algo le atenazó las piernas. Las extremidades se le petrificaron. Su cuerpo ya no respondía a su firme voluntad; su cuerpo no quería saltar. A decir verdad, no podía. Fue entonces cuando sus ojos vislumbraron a lo lejos una comitiva. No había mucha gente, pero los conocía a todos. Su familia estaba allí. También todas sus amistades. Había lágrimas, sollozos, gritos desgarrados.

Y había un féretro.


Se le heló el alma.